Se sentó frente su computadora para intentar escribir un ensayo para esa materia que ya la había agotado. Sentía las lágrimas reprimidas sus ojos, esperando, pujando por salir, pero ella las controlaba, siempre lo hacía. Se notaba frustrada y cansada. Ella mejor que nadie sabía que lo que escribiera en ese momento pronto lo borraría. Pero no lloraría. No permitiría que esa materia se llevara más de su cordura.
De pronto, sintió una mirada. Levanto la vista y vio esos ojos llenos de sabiduría,
de años de llantos y de risas, y se sintió renovada. Si su mamá la miraba así,
con ese orgullo en la mirada y la comprensión en sus rasgos, ¿cómo podía darse
por vencida? No lo haría, no iba a permitir que una hoja en blanco le ganara.
Volvió a fijar la vista en la computadora, y tomó los apuntes que la
rodeaban. Comenzó a garabatear en una hoja rayada que encontró por ahí, y cada
vez se sentía mejor. Esa hoja en blanco se iba llenando.
En ese momento sintió un apretón en su hombro, que acompañaba a la taza de
café que acababan de dejar a su lado. Era su mamá, su viejita querida, que,
como cada noche, le hacia un café para que no se durmiera sobre los apuntes,
mientras se ponía a tejer algún suéter para su sobrino. Jamás la dejaba sola.
Solo se iba a dormir si ella también lo hacía.
Sabia que debía terminar el ensayo esa noche. Pero también estaba segura de
que su mamá estaba cansada, lo notaba en sus ojos y en su postura. Asique cerró
y guardó todo. Se levantó y con un gesto le hizo saber a su vieja de que era hora
de dormir.
Mañana terminaría, estaba segura. También estaba segura de que mañana
volvería a ver ese orgullo en los ojos de su mamá. Eso la motivo a dormir. Esa
noche se dio cuenta lo afortunada que era.
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